En un chiste acerca de la Revolución Francesa, en el que dos
rollizos nobles, intelectuales de la Ilustración, con su peluca empolvada,
contemplan la toma de la Bastilla desde el balcón de su palacio y observan a la
multitud, atropellándose en una manifestación popular llena de voces, bieldos y
escarapelas tricolores, gritando: "¡Libertad, igualdad, fraternidad!"
y cantando el "Allons enfants de la Patrie" de La Marsellesa. Uno de
los nobles dice al otro: "Realmente, todos mis valores e ideas son
solidarios con los de esta gente, pero, la verdad, hay tanta polvareda y
empujones ahí abajo, que prefiero participar desde mi balcón".
El chiste nos invita a una reflexión sobre las élites
directivas en las organizaciones y sobre su capacidad real de cambiar,
aprender, contactar y comunicarse con el resto de personas para ejercer el
auténtico liderazgo que se espera de ellas.
Algo tan simple que la naturaleza humana esta siempre
dispuesta a olvidar es la realidad de que ellos son solo una parte de la
organización, una parte clave, quizás la más importante; pero en definitiva
solo eso, una parte y no la totalidad.
Esta idea se vio fuertemente reflejada en España durante el
gobierno de Carlos III, un mandato que corresponde en líneas generales, a la
tendencia política que conocemos como Despotismo Ilustrado, entonces vigente en
muchos países de Europa. También
se le suele llamar despotismo
benevolente o absolutismo
ilustrado; y a quienes lo ejercen, dictador benevolente.
Esta idea partía del concepto de estado absoluto, del papel
del gobernante como benefactor de su pueblo, a través de una monarquía
omnipotente. La política en beneficio del país, pero sin contar con él; según
el axioma “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
original aquí. |
En parte, la política de Fernando VI y Ensenada ya correspondía
con tal definición, pero fue durante el mandato de Carlos III el auge de los
ministros ilustrados, que pretendían introducir cambios en la vida política sobre
todo en lo que apela a la producción industrial, comercio y agricultura. A pesar
de ello, no eran revolucionarios: querían un Estado económicamente fortalecido,
mientras que el estado de bienestar de su población era su objetivo secundario.
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